La cometa
No hacía mucho que nos conocíamos, pero habíamos hecho migas en seguida. Cuando entré por vez primera en la escuela ya tenía yo, por lo menos, ocho o nueve años, y todos los niños ya habían entablado sus amistades y preferencias los unos con los otros. Me encontré en una clase de cuarenta críos, en las filas de atrás, entre experimentados diablos que se pasaban el día poniendo a prueba mi ignorancia de la vida sexual y social, preguntándome si sabía lo que tenía que hacer para sentir "gustirrinín". Como no lo sabía, me decían que metiese la polla en el enchufe.
Así que la necesidad me llevó a descubrir que por las primeras filas había un niño muy simpático, además de guapo, que tenía mucha suerte, porque todos hablaban con él sin desprecios y con gracia, los diablos y los ángeles, los empollones y los distraídos. Hasta yo debí hablar con él sin darme cuenta, porque nunca he recordado en qué momento entablamos conversación o qué tema tratamos. Seguramente sería por alguna cuestión de mis inventos y artilugios mecánicos.
La cometa era nuestro punto de encuentro casi diario. Había que buscar los materiales y mi amigo y yo íbamos de tienda en tienda de tejidos preguntando si tenían "escaleritas", estructuras de madera barata de pino en las que los fabricantes enrollaban las telas. No siempre había suerte, pero nuestra perseverancia daba sus frutos en pocos días. Una vez nos habíamos provisto de la madera, tocaba buscar el plástico con que recubriríamos la estructura. Por lo común era de bolsas de Los Madrileños; Joseíto, el vendedor, era de los más serviciales y generosos dependientes de esas tiendas. No obstante, no siempre usábamos el plástico: también telas viejas sacadas de las alacenas de nuestras madres, de incógnito, o sacos, o tejidos de paraguas rotos... Fueron tantas las cometas que compusimos que de todos los tamaños, formas y colores las tuvimos. Sólo había un material que siempre fue el mismo: el hilo, de atar los embutidos que en mi casa se fabricaban. Un fino hilo de algodón que pocas veces soportaba el impulso del viento, cuando soplaba, pero que estaba a nuestra disposición al por mayor, pues mi padre era sumamente complaciente a este respecto.
La verdad es que pocas cometas volaron, lo que se dice volar. Por lo menos de las que nosotros construimos con la máxima meticulosidad: midiendo cada lado del rombo irregular, la diagonal mayor tres veces la mitad de la menor, la cola confeccionada con gemelos trozos de tela -bastante ordinarios en ocasiones-, los cuatro hilos atados con pulcros nudos a los cuatro vértices del rombo y, a la vez, entre sí en un nudo final, estratégicamente situado para dar a la superficie de la cometa un ángulo apropiado de ataque al viento, que incrementara su aerodinámica y facilitara su ascensión. Pero a la hora de la verdad, encaramados al Peñón del río, las cometas dibujaban preciosos tirabuzones en el aire, delante de nuestras narices, a no más de cuatro metros. Cuando tanto a él como a mí nos dolían los brazos de tirar por turnos del hilo y las piernas de ir una y otra vez a recoger la cometa sin conseguir que se elevase con garbo, ni poco ni mucho, ésta se precipitaba con suma violencia contra alguna roca -cuando no directamente al río- destrozándose por completo o quedando en un estado de penosa descomposición. Recogíamos los restos de nuestra ilusión, si es que quedaban en situación de ser rescatados, y nos largábamos con la música a otra parte.
Otra cosa era lo del mayor de nuestros amigos en edad, en tamaño y en calidad: él tomaba cuatro cañas, las reataba con cualquier guita, recogía cualquier guiñapo de la ladera donde se vertían los desperdicios y lo sujetaba a las cañas en lo que a nosotros nos parecía un amasijo de nula capacidad. Lo ponía frente a la brisa que subía del río a su barrio -mucho más alto, he ahí su secreto- y, sin cola ni leches, aquello subía que daba gusto, meciéndose en el aire, elevándose a cotas imposibles para nuestros sofisticados y cuidados aparatos, permaneciendo allí un tiempo inmensurable. Nos quedábamos embelesados, abstraídos, sorprendidos y contentos, al fin, de poder disfrutar de aquel espectáculo, gratis y de manos de nuestro amigo, el grande, el más grande en aquellos momentos. No sabíamos de dónde sacaba esa magia y, por supuesto, pronto dejamos la construcción de cometas para dedicarnos a otros asuntos...
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